Cuentos para leerle a un bebé: 14 cuentos para dormir a tu bebé (fotos)

Cuentos para leerle a un bebé: 14 cuentos para dormir a tu bebé (fotos)

La Historia de la Oca

Una oca de granja se sentía muy desdichada por la vida que llevaba: siempre encerrada en un corral sin nunca ver a gente interesante. Así, que tomó la decisión de huir a un lugar lejano.

Caminando, caminando, se adentró en un bosque maravilloso. Pronto, hizo amistad con unas ardillas y con otros animalitos de los cuales no conocía su nombre, y así empezó a llevar una vida mucho más despreocupada. Comía, dormía, charlaba y, mientras tanto, cada vez engordaba más. Un bonito día, pasó por allí un zorro y vio que la oca estaba muy gorda. Pasado el primer momento de estupor, porque en el bosque nunca había visto nada igual, se le ocurrió una idea. Aquella oca podía ser una estupenda comida para el león, que, desde hacía meses, estaba enfermo en su guarida y no tenía fuerzas para ir a cazar y procurarse alimento. Si consiguiera llevarle la oca, el rey león podría comer y, por tanto, recuperar fuerzas. Después, le estaría agradecido para siempre. Eso es lo que pensaba el zorro que, ya sabéis, es un animal muy astuto. Entonces, se acercó a la oca y le dijo con voz muy dulce:
“Querida oca, no nos conocemos, pero me gustaría hacerte una confidencia. El león está muy triste desde el día en el que, pasando casualmente por aquí, te vio. Él se siente muy solo, pero, al verte, ha pensado que podrías ser una compañera perfecta para él. Le encanta el color blanco de tus plumas, tu porte elegante, tu gracia femenina y tu alegría. Te ha oído hablar con las ardillas y le hubiera gustado mucho poder participar también él en la conversación. Pero, ya sabes, el rey es muy tímido cuando se trata de hacer amistad y no ha osado decirte nada. Me gustaría llevarte a su guarida y que lo ?conocieras: probablemente, te pedirá que seas su mujer”.
La oca, feliz por lo que estaba escuchando, asintió, sin ni siquiera extrañarle demasiado la singularidad de la propuesta. Se dirigieron juntos hacia la guarida de león y, justo delante de la puerta, el zorro se dirigió a la oca y le dijo:
“Espérame un momento; quiero preparar al león para tu visita. De otro modo, la emoción sería demasiado fuerte”.
La oca dijo que sí, que le iba muy bien disponer de algunos minutos para peinarse las plumas, para que el león la viera deslumbrante.
El zorro entró en la guarida, se acercó al león y le dijo:
“¡Te he traído una opípara y gustosísima cena!”.
El león se puso muy contento con este inesperado regalo y le aseguró al zorro que siempre lo protegería, prometiéndole también un puesto de consejero del rey.
El zorro satisfecho salió para acompañar a la oca a la guarida del león. En cuanto la desgraciada oca estuvo delante, el león dio un salto para hincarle los dientes. Por suerte, el león estaba muy débil y no pudo coger a su presa. La oca enseguida comprendió que había caído en una trampa y corrió lo más deprisa que pudo. Milagrosamente, consiguió escapar y volvió al lugar del bosque donde antes estaba segura y donde tenía muchos amigos.
El león se sentía muy enfermo y se enfadó con el zorro:
“Odio que me prometas una cosa y que no la mantengas”, le dijo. “Tú me aseguraste una opípara y maravillosa cena y mi cena se ha esfumado”.
El zorro quería a toda costa contentar al león y no perder el privilegio que le había prometido. Por tanto, volvió al lugar donde había ?encontrado a la oca y con voz, aún mucho más meliflua, le dijo:
“Estoy aquí para pedirte disculpas de parte del león. Estaba nervioso y cansado. Le hubiera gustado que lo vieras en forma y, sin embargo, cuando llegaste estaba muy débil, como un andrajo. Se ha enfadado porque temía hacer una mala pareja contigo”.
La oca escuchaba con curiosidad y un poquito esperanzada (se había quedado muy desilusionada por no haber podido hacer amistad con el león).
El zorro continúo:
“El león me manda para que te pida perdón y te diga que vuelvas con él para iniciar, así, una bonita relación de amistad sincera y duradera”.
La oca se tragó todo el falso discurso del zorro, sin tener ni siquiera una mínima duda, y decidió seguirle.
Cuando entró en la guarida, el león le esperaba muy cerca de la entrada. La crédula oca no tuvo tiempo ni de decir “Buenos días”, cuando el feroz león ya la había atrapado, para después comérsela de un solo bocado.
Tongo Bango, después de haber acabo su extenso relato, le dijo al tiburón:
“Ahora, ¿ya lo has entendido? Sólo los necios caen dos veces en la misma trampa. La oca era una necia. Yo no. Yo no me parezco a la oca”.
Y después, pasando casi por delante de las narices del tiburón, se alejó satisfecho entre los árboles.

El Nacimiento de las Mariposas

Hace muchos, muchísimos años, una numerosa familia de orugas se trasladó hasta una plantita de lechuga que crecía en la granja de un señor que se llamaba José.

Estaban a punto de empezar el banquete con aquel delicioso manjar (para las orugas la lechuga es como para nosotros un helado de nata y chocolate), cuando llegó José. El granjero, cuando vio a aquellos miserables seres que se arrastraban y que se disponían a comerse su lechuga, dejándole sólo algún resto agujereado, se enfadó y, sin pensarlo demasiado, se abalanzó para exterminarlos. Mientras las orugas, ignorantes, se comían la lechuga y el hortelano José pensaba en la manera de suprimirlas de un solo golpe, vio, en los aledaños del huerto, a un viejo pordiosero. Era un hombre muy pobre, que no tenía absolutamente nada, excepto los harapos que llevaba. No tenía casa, no tenía dinero, no tenía ningún objeto personal, ni siquiera una maquinilla para quitarse la barba, y no tenía medios para desplazarse, ni siquiera una bicicleta. Sólo tenía nombre: Romero. Romero miró a José, después miró a las orugas y comprendió la intención del hortelano. No hubiera sabido decir por qué, pero, de repente, sintió una compasión infinita por aquellas pobres criaturas, pobres como él, sobre las que estaba a punto de caer la ira del hortelano. Se armó de valor, se acercó al hombre y le dijo:
“Soy un mendigo y te pido una limosna. Regálame estas orugas. Dámelas a mí que no tengo nada”.
En un primer momento, José le miró, le escuchó sorprendido y, cuando oyó la modesta petición, decidió contentar al mendigo. Había matado dos pájaros de un tiro: se había librado de las orugas, sin ni siquiera haberse molestado en matarlas, y había tenido un gesto de generosidad. Y los gestos de generosidad, él lo sabía bien, antes o después, le pagarían con intereses.
“Muy bien”, dijo José a Romero. “Cógelas todas”.
Romero, con gran delicadeza, cogió entre sus sucios dedos a toda la familia de orugas y se alejó de la huerta, dando las gracias al hortelano. Tenía hambre y la garganta seca, pero nunca le hubiera pasado por la mente pedir alguna cosa para él. Lo único que quería en aquel momento era salvar a las orugas. Metió a sus nuevas y singulares amigas en uno de los muchos bolsillos de su maltrecha camisa y se dirigió hacia el pueblo. Era día de mercado y Romero debía aprovechar aquella ocasión para conseguir un poco de dinero. Tendía la mano a la gente que pasaba entre las paradas del mercado para comprar vasijas, retales, fruta o dulces. Nada de nada. Nadie abrió el bolsillo para ayudarle. Entonces, desesperado, pensando que ni siquiera ese día conseguiría aplacar su hambre, decidió hacer una acción horrible: robar un trozo de seda coloreada de una de las paradas del mercado. Y así lo hizo. Alargó la mano, cogió rápidamente un gran trozo de tela, brillante y preciosa, y se fue corriendo. Sin embargo, el propietario de la tienda se dio cuenta de la maniobra y gritando con mucha rabia empezó a perseguirle. Romero corrió muchísimo, corrió con todas sus fuerzas y consiguió llegar al bosque que se encontraba en los aledaños del pueblo. Se adentró entre los árboles, sintiendo cómo las piernas se le doblaban a causa del esfuerzo. Se tiró al suelo, apretando entre los dedos el pedazo de seda a cambio del cual esperaba conseguir una buena comida y, después, vencido por el cansancio, se durmió. Pero el comerciante había decidido no abandonar tan fácilmente su prenda: quería alcanzar al ladrón, entregarlo a la justicia y recuperar la tela. Mientras Romero dormía agotado, el comerciante llegó al bosque y, chillando por la rabia que tenía en el cuerpo, continuó buscándolo. Entonces, las orugas salieron del bolsillo de su salvador (había robado, es cierto, pero también les había salvado la vida) y pensaron en pagarle su deuda. Si pudieran esconder la tela, Romero estaría salvado. El comerciante no encontraría la prenda y no le podrían acusar de nada. Pero, ¿cómo lo podían conseguir? A la oruga más vieja se le ocurrió una idea, que convenció a las demás. Todas juntas, febrilmente, empezaron a morder la tela, reduciéndola a muchos minúsculos trocitos de tela. Después, cada una de ellas se puso un par de trozos sobre la espalda, para llevarlos lejos de Romero, en un lugar en el que el comerciante no las pudiera encontrar, ni relacionarlas con el trozo de tela que le habían robado. Empezaron a arrastrarse llevando en la espalda los trocitos de tela, pero pronto se dieron cuenta de que no podían hacer un camino tan largo. Eran muy pequeñas y débiles, y la seda, aunque ligera, era demasiado pesada para ellas. Una tristeza infinita les invadió el corazón: no podrían saldar su deuda, no podrían salvar a su amigo. La oruga más vieja miró hacia arriba e invocó:
“¡Viento, amable viento, ayúdanos!”.
El viento tuvo compasión de las orugas generosas y llenas de buena voluntad.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *